Homilía de S. E. Mons. Fisichella en la Vigilia Mariana celebrada durante la Candelaria

Hermanos y hermanas:

En esta vigilia todo habla de la luz. Es paradójico. Estamos en medio de la oscuridad de la noche; sin embargo, todo habla de la luz que proviene del día. Para nosotros los creyentes, la luz tiene un valor profundo. Todo comienza con la palabra de Jesús cuando dijo: “Yo soy la luz del mundo”. Para comprender, entonces, lo que estamos celebrando y su significado para nuestras vidas, debemos volver a la Palabra de Dios que ilumina nuestro camino y lo sostiene en su búsqueda de la verdad.

Desde la primera página de la Biblia, en el libro del Génesis, hasta el último libro, el Apocalipsis, nos vemos colocados ante la luz. El primer acto del Creador es separar la luz de las tinieblas: “La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: «Exista la luz». Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena. Y separó Dios la luz de la tiniebla” (Gén 1,2-4). Al final de la historia y del mundo, cuando existirá la nueva creación, el Apocalipsis nos dice: “La ciudad no necesitará del sol ni de la luna que alumbre, pues la gloria del Señor la iluminará, y su lámpara será el Cordero. Y las naciones caminarán a su luz” (Ap 21,23-24).

De la luz física, se pasará a la luz que no conoce el ocaso: la de Dios mismo que es luz. Entre el principio y el fin del mundo, se encuentra nuestra vida, tensada entre la oscuridad del pecado y la luz del amor. No hay alternativa: nuestra vida es una elección continua entre vivir en la luz y huir de las tinieblas. Consideremos porqué en nuestro lenguaje común cuando una persona nace se dice: “¡Ha dado a luz!”. Instintivamente relacionamos la luz con la vida y las tinieblas con la muerte. Por lo demás, no es casualidad que los médicos aseguren que una de las cosas que sufren los niños cuando son pequeños es el miedo a la oscuridad. La oscuridad anula el sentido de la orientación. En medio de la oscuridad no sabemos dónde nos encontramos, tenemos que ir a tientas para tomar valor y salir lo más rápido posible hacia la luz. La experiencia de la oscuridad permite tipificar el valor de la luz. A la luz, en efecto, todo se aclara; todo toma forma; percibimos los colores y reconocemos la dirección a seguir… en definitiva, sabemos lo que significa vivir en la luz y en las tinieblas.

Para nuestra vida de fe, especialmente en este lugar sagrado, que nos habla a todos de la luz de la mañana cuando podemos ver el rocío que cubre la tierra y da vida a la vegetación, la luz adquiere un significado fundamental. En la lectura del Evangelio hemos escuchado las palabras del viejo Simeón que se refiere a Jesús, presentado en el templo, como “luz para alumbrar a las naciones”. Es la misma expresión utilizada por el evangelista Juan al principio de su Evangelio, y que escuchamos el día de Navidad: «La luz verdadera vino al mundo, la que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). En Jesús, hijo de Dios, la luz es la vida. En él descubrimos que ya no hay ninguna diferencia: luz y vida se identifican. El que quiera la vida y desee vivir en la luz, debe entonces creer en el Hijo de Dios.

Jesús hablaba a menudo de la luz. Pero vuelven a la mente por su especial significado las palabras con las que asegura: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue, no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Nos encontramos ante una enseñanza profunda por la cual Jesús no sólo revela quién es, sino que al mismo tiempo nos muestra el camino que estamos llamados a seguir. Para entender bien estas palabras del Señor, necesitamos conocer el contexto en el que fueron pronunciadas, porque de esta manera entenderemos mejor su significado. Jesús se encuentra en Jerusalén para la fiesta de los tabernáculos. En esa ocasión, se colocaban cuatro candelabros de oro sobre las murallas del templo, que podían contener sesenta y cinco litros de aceite cada uno. La luz que emanaban iluminaba toda Jerusalén: no había lugar en la ciudad que no quedara iluminado. Jesús se remite a este hecho, pero lo amplía: él es la luz del mundo entero, no sólo de Jerusalén. En la vida de Jesús, todo habla de la luz.

Pensemos en el milagro del ciego de nacimiento, que le permite a Jesús afirmar una vez más que él es la luz. De nuevo es el evangelista Juan quien narra que Jesús, justo a la salida del templo, se encuentra con un hombre ciego de nacimiento. Sus palabras son muy significativas: “Mientras es de día tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado; cuando llega la noche, nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo” (Jn 9, 1-4). Mientras en el mundo esté, el mundo podrá ver la luz y tendrá la vida. Por cierto, no en vano toda la narración de este milagro pone en primer plano el contraste entre creer y no creer. El evangelista quiere enseñarnos que quien no cree, está ciego; no ve. No sabe adónde ir y no puede tener una vida autónoma, así que no es libre. No sólo eso. En la narración también se nos habla de muchos otros que presencian el milagro, pero que no quieren creer. También son ciegos y no pueden explicar lo que ha sucedido. La conclusión de la historia del milagro es hermosa porque nos permite comprender su significado profundo. Jesús encuentra el ciego sanado y le pregunta: “«¿Tú crees en el Hijo del hombre?» Él respondió: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?» Jesús le dijo: «Le has visto. Es el que está hablando contigo». A lo que él contestó: «Creo, Señor.» Y se postró ante él. Entonces dijo Jesús: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos»” (Jn 9,35-39). Estas últimas palabras son verdaderamente dramáticas y nos hacen pensar a nuestro tiempo.

Debemos preguntarnos: ¿Jesús sigue siendo la luz de este mundo? ¿O es la cultura que respiramos, y que a menudo nos engaña a nosotros y a muchas de las personas con las que nos encontramos, la que está decidida a excluir a Dios de la propia vida? A menudo vemos a más y más personas que ya no sienten la ausencia de Dios como una carencia y privación para sus vidas. Se tiene la ilusión de ser libres e independientes porque hemos abandonado a Dios y a la fe; y no nos damos cuenta de que estamos cayendo cada vez más en nuevas formas de esclavitud y violencia, donde el más fuerte o el más astuto piensa que tiene el derecho de imponer su visión de la vida sin mayor respeto por los demás. Nos vemos casi que obligados a guardar silencio; forzados a observar impotentes la violencia cotidiana hecha de prepotencia, sólo porque se ha abandonado la fe. ¡En qué gran ilusión vive el hombre de hoy que no quiere creer! Cree que no necesita a Dios, y en cambio se ha perdido a sí mismo. Donde no hay Dios, no es cierto que el hombre subsista. Cuando Dios desaparece, entonces el hombre también se vuelve huérfano y deja de saber quién es realmente.

Aquí viene nuestra responsabilidad como creyentes. No podemos olvidar, de hecho, que los cristianos, desde el día de nuestro bautismo, nos hemos convertido en hijos de la luz. La fiesta de la Presentación del niño Jesús en el templo recuerda de muchas maneras la fiesta de nuestro bautismo. Cuando el Papa Sergio I en el siglo VII instituyó la fiesta que hoy celebramos, introduciendo la procesión con velas, pensaba justamente en hacer recordar a los cristianos su bautismo. El día del bautismo, en efecto, se entrega una pequeña vela a los padres para que la enciendan del cirio pascual, que es un signo de Cristo resucitado. El sacerdote dice las palabras: “Recibid la luz de Cristo. A vosotros, padres y padrinos, se os confía acrecentar esta luz. Que vuestros hijos, iluminados por Cristo, caminen siempre como hijos de la luz. Y perseverando en la fe, puedan salir con todos los santos al encuentro del Señor.” ¡Qué hermoso sería si esa vela se conservara siempre en nuestra casa, para acompañarnos y recordarnos cada vez que la miramos, que somos hijos de la luz!

Ser hijos de la luz, sin embargo, no es una jactancia ni una presunción, es una tarea y una responsabilidad que se nos confía. En efecto, estamos llamados a ser testigos de la luz que viene de la fe y que ha dado sentido a nuestra vida. No podemos escapar de esta misión que el mismo Jesús ha confiado a sus discípulos y, personalmente, a cada uno de nosotros. La luz que estamos llamados a hacer brillar es la esperanza que debemos ofrecer al mundo de hoy. No podemos esconder nuestra fe dentro de nuestras iglesias o vivirla sólo dentro de nuestras comunidades. Quien ha encontrado Cristo debe comunicarlo. Si realmente hemos encontrado al Señor Jesús, que ha cambiado nuestras vidas, entonces lo único que podemos hacer es compartir esta gran alegría con todos. Aquí comienza la nueva evangelización. Así descubrimos que somos verdaderamente hijos de la luz.

Mantengamos la mirada fija en la Virgen María que en este Santuario veneramos como la Virgen del Rocío. Del rocío también podemos sacar una lección para nuestra vida. Como es sabido, el rocío se forma porque las gotitas de agua que se crean durante la noche se juntan más fácilmente en superficies sólidas que en el aire, donde tienden a permanecer suspendidas sin encontrarse. Lo mismo sucede con nosotros. Todos somos gotitas de agua que necesitamos encontrarnos en el compromiso concreto de cada día para poder brillar a la luz del día. Si permanecemos suspendidos en el aire, si nuestra fe está hecha sólo de palabras, sin amor, entonces permaneceremos aislados, sin el contacto fundamental con el Señor, y cuando venga la luz del día, estaremos destinados a no ser reconocidos. Así que mantengamos siempre alzadas nuestras lámparas, asegurémonos de que la luz pueda resplandecer y juntos, al calor que emana de la llama, reavivemos los corazones de las personas que encontramos con un testimonio de fe y amor que haga brotar la esperanza.

Santuario de Nuestra Señora del Rocío, 2 de febrero de 2019.

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